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Aprendan, por favor, la lección; con los mercados no se juega

Por Ángel Verdugo

El personaje más satanizado por no pocos mexicanos desde los años ochenta del siglo pasado es, sin duda, ése al que identificamos simplemente así, el mercado, o los mercados.

Utilizar dicho sustantivo para argumentar en favor de un proceso modernización de una economía identifica, al que lo utiliza, como una persona que casi comete traición a la patria y es considerado como un lacayo del imperialismo que propone, entre otras maldades, entregar lo mejor de ese país a los enemigos internos y externos.

La ignorancia de lo más elemental de la economía del que exhibe esa visión, en modo alguno significa que ha perdido la discusión; por el contrario, al acusar al que argumenta en favor de lo positivo de una economía de mercado, donde la competencia favorece a los consumidores y a los agentes económicos privados, lo sataniza y el otro, el ignorante, es visto como patriota y conocedor de la economía.

¿Qué es entonces el mercado? Para decirlo fácil y en pocas palabras, el mercado es —nada más, nada menos— que el conjunto de transacciones voluntarias y pacíficas dentro de la legalidad vigente, entre un oferente de un bien o un servicio y el que lo demanda. 

El oferente solicita, por el bien o servicio que oferta, cierta cantidad de unidades monetarias y el que lo demanda, de parecerle adecuado el monto, acepta la transacción porque, ve en ella un beneficio personal. No hay —en esa transacción—, eso que los que desconocen lo que es el mercado o una economía de mercado llaman precio justo. Este concepto, digan lo que digan, es algo que no existe en una transacción libre y voluntaria entre oferente y demandante.

¿A qué se debe entonces esa inquina, casi odio visceral de no pocos, en contra de una economía donde lo relevante, positivo y útil, es la libertad individual de millones de personas en ejercicio pleno de ella? ¿Acaso su rechazo ciego, soportado únicamente en la ignorancia y afanes autoritarios de un burócrata por imponer la idea equivocada del que piensa que él sabe todo y por eso mismo, se arroga la facultad de decidir qué debemos comprar y vender, y a qué precio?

El burócrata encumbrado —y quienes, por razones de índole diversa, entre ellas su ignorancia económica y la inclinación autoritaria para conculcar la libertad individual—, se arroga una facultad la cual, ni los consumidores ni los agentes económicos privados le han entregado. 

Sin embargo, poco a poco (al caer en pedazos el modelo de desarrollo que por decenios aplastó la libertad individual para decidir qué adquirir y qué precio pagar por ese bien o servicio), la capacidad del burócrata encumbrado que todo decidía por nosotros y la de los políticos para mantener aquella práctica autoritaria, fue mermando y la libertad individual fortaleciéndose.

A esto es a lo que le temen; a que vayamos tomándole sabor a la libertad de decidir en favor de nuestros mejores intereses. Esto se traduce, simple y llanamente, en que la intromisión de quienes quieren decidir por nosotros —incluso lo que debe suceder por debajo las sábanas—, se reduce peligrosamente para los que ayer todo lo controlaban.

Hoy, el mercado nos da una lección de lo dañino y costoso que es pretender mantener intocada la ilusión autoritaria de querer ganarle a lo que como dije, es expresión concentrada de la voluntad libre y soberana de millones.

¿Lo entenderá López y los que, como él, ignorantes de lo más elemental de la economía buscan seguir decidiendo por nosotros? Información Excelsior.com.mx

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