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Un elogio del enemigo

Por José Elías Romero Apis

Son tres los métodos para bien conocer al enemigo. Saber lo que es, saber lo que dice que es y saber lo que creemos que es. Con esta triangulación de datos sabremos de él lo que quizá él no sepa de sí mismo. Por el contrario, el enemigo desconocido puede llegar a ser el artífice de nuestros peligros y de nuestras catástrofes. Son tres los métodos más seguros para tener un enemigo desconocido. Ellos son la ceguera, la miniatura y la perfidia.

La ceguera se nos da por nuestra soberbia, que es peor que la vanidad, y que nos seduce a mirar tan sólo a nuestro propio espejo y nunca ver los retratos ajenos. Por nuestra inexperiencia, que nos hace creer que los demás son tal como los vemos sin otro mar de fondo. O por nuestra confianza, que nos engaña con que la vida es una línea recta y que tiene palabra de honor.

La miniatura se nos da por confusión. Por cuidarnos siempre de los gigantes y nunca prevenirnos de los enanos. Por temer a los poderosos, a los potentados y a los prepotentes, olvidando nuestras alertas sobre los débiles, los sigilosos y los apocados. Por concentrarnos en nuestros jefes y no reparar en nuestros ayudantes. Por no ver, en la multitud, a los petizos ocluidos por los de talla larga. Por creer que, en la vida como en las grescas, siempre debemos evitar a los grandulones y nunca a los pigmeos. La miniatura formada por legiones de medianos, de mediocres y de los medianeros.

Decíamos de aquéllos que se aplican a la puntual observación de sus jefes y se desentienden de conocer a sus colaboradores. La vida es rica en ejemplos y utilizaré tan sólo tres de ellos.

Gustavo Díaz Ordaz conocía mejor a su jefe, Adolfo López Mateos, que a su empleado, Luis Echeverría. Así le fue de bien con aquél y de mal con éste. Mario Ramón Beteta estudió mejor a su jefe, Echeverría, que a su empleado, Carlos Salinas de Gortari. Así le fue de bien con aquél y de mal con éste. Y Carlos Salinas previó mejor a su jefe, Miguel de la Madrid, que a su empleado, Ernesto Zedillo. Así le fue de bien con aquél y de mal con éste.

Ése es un descuido en el que hemos caído casi todos los que hemos tenido jefes y subordinados. Yo no me excluyo ni veo la paja en el ojo ajeno. Pero, para mi fortuna, yo no he sido ni importante ni poderoso y, por eso mismo, no he tenido que pagar facturas históricas ni legendarias.

Ese descuido también se manifiesta en no ver en las seis direcciones: adelante, atrás, derecha, izquierda, arriba y abajo. Mario Moya Palencia me contó que, a mediados del sexenio echeverrista, él punteaba la carrera por la sucesión presidencial. Cuando mucho, debía cuidar la distancia con la que aventajaba a Hugo Cervantes del Río, a Augusto Gómez Villanueva y a Porfirio Muñoz Ledo. Incluso, la más famosa vidente estadunidense le predijo que el próximo Presidente mexicano sería un geminiano.

Mario repasó el gabinete entero y comprobó que era el único nacido bajo el signo de los gemelos. Se complació y no miró hacia otro lado ni pensó en los modestos subsecretarios ni le asustó la designación del también geminiano José López Portillo como secretario de Hacienda. Tan sólo destruyó a los molinos de viento y, con ello, pavimentó involuntariamente el camino libre para servir al sedicente Quetzalcóatl. La vidente acertó. Moya Palencia se equivocó.

La perfidia se nos da porque es un karma de la vida el que, en algún momento, suframos al traidor. Casi todos hemos tenido a nuestro traidor de cabecera. El cercano, el disfrazado, el entrenado. Porque, sin excepción, el traidor sólo puede actuar contra nosotros si cuenta con nuestra colaboración, con nuestra participación y con nuestra autorización.

En mi primera juventud se me cruzó mi primer traidor. Tuve la suerte de que, en esos tiempos, mi vida profesional y política era particularmente modesta y, por lo tanto, era muy insignificante lo que estaba en juego. Mi pérdida fue de muy poca monta, pero su enseñanza me ha servido para siempre. Y, como dije más arriba, yo le ayudé mucho para traicionarme. Le confié mis secretos, le mostré mis debilidades y le estimulé sus ambiciones. Hoy no lo aprecio como persona, pero le reconozco mi aprendizaje.

En fin, no siempre es bueno clasificar a los humanos de manera simplista. No es conveniente creer que todos nuestros bienamados son para nuestro beneficio ni suponer que todos nuestros malqueridos son para nuestro maleficio. No sabemos las personas con las que nuestra vida gana o aquellas con quienes nuestra vida pierde. Información Excelsior.com.mx

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