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El gasolinazo y la sordera

Por: Jorge Fernández Menéndez

La crisis del gasolinazo comenzó, en realidad, en el 2013, cuando se aprobó, a través de un acuerdo Partido Revolucionario Institucional-Partido de la Revolución Democrática, una Reforma Fiscal distinta a la que se había propuesto en los meses anteriores: en lugar de reducir el Impuesto Sobre la Renta y aumentar el Impuesto al Valor Agregado, eliminando en el camino prerrogativas fiscales demasiado benéficas para las grandes empresas, se decidió castigar a los contribuyentes con mayores impuestos sobre la renta y eliminar casi todas las deducibilidades, en un contexto donde, para tomar el control económico del país, el gobierno federal había restringido seriamente el gasto.

Es verdad que la Reforma Fiscal cargó contra muchos de esos privilegios empresariales, pero el efecto político y social se perdió y terminó siendo contraproducente porque también golpeó, como nunca, a las clases medias: de un día para el otro sus impuestos aumentaron dramáticamente, pero también se acabó con deducibles que implicaban beneficios importantes para las familias mientras que no significaban ingresos significativos para el Estado: los dos mejores ejemplos fue la eliminación de la deducibilidad de los seguros de gastos médicos y de las colegiaturas.

El golpe fiscal a las clases medias fue el comienzo del desencanto, y los costos sociales y políticos de esa Reforma Fiscal, que tuvo efectos inmediatos, hizo olvidar los beneficios de mediano y largo plazo que tuvieron reformas tan significativas como la energética y la educativa. La distancia de la gente con la administración Peña comenzó con la Reforma Fiscal, no con Ayotzinapa o la Casa blanca: esos hechos se alimentaron del descontento aquel que nunca se quiso comprender ni atenuar.

Ésa es la lógica que sigue imperando: nadie con sentido común puede oponerse a que se quiten los subsidios a las gasolinas. Es un subsidio que beneficia mucho más a quienes tenemos más recursos que a quienes viven con las mayores carencias. Pero un aumento del 20 por ciento a los combustibles tiene consecuencias graves para unos y otros. El problema, sin embargo, no está en la eliminación del subsidio ni tampoco en que los combustibles se paguen a precio de mercado. El problema es que la carga fiscal sobre cada litro de combustible es del 43 por ciento. Más cara o más barata que en otros países, lo cierto es que en México, la mitad del precio que se paga por la gasolina se va al fisco. El aumento de las gasolinas es, pues, un impuesto indirecto que se aplica a todos los consumidores.

La Secretaría de Hacienda presume, y hace bien en hacerlo, que la recaudación aumentó más de 11 por ciento este año y desde la Reforma Fiscal la recaudación creció más de tres puntos del Producto Interno Bruto. Lo paradójico es que la recaudación crece cinco veces más que la economía, lo que quiere decir que la gente pagó ese porcentaje más de impuestos con ingresos casi iguales a los del pasado. O, quizás, más porque los ingresos fiscales por las exportaciones petroleras se redujeron drásticamente este año.

Pero, incluso, así lo que no se entiende es por qué al anunciar los incrementos al precio de las gasolinas y ahora de la energía eléctrica, no se anuncian también, como lo solicita el Consejo Coordinador Empresarial, otras medidas que puedan atenuar el golpe que reciben los consumidores, sobre todo, las clases medias y populares, que son las que con su consumo han sostenido este año la economía. Ni una medida se ha anunciado ni un respaldo ni un apoyo. De poco sirve decirle a la gente que las medidas adoptadas serán benéficas para el futuro de nuestros hijos. Lo que sería benéfico para las familias de hoy es que, por ejemplo, se apoyaran los créditos de vivienda, se recuperara la deducibilidad en colegiaturas y seguros de gastos médicos o de ciertos consumos en restaurantes, que se adoptaran algunas medidas que permitieran que la economía interna, que es la que ha sostenido el andamiaje en estos años, no se desplome por los ajustes.

Y que en plena racha de descontento no veamos, como publicó ayer Excélsior, que los diputados, además de bono, tengan gratis el gimnasio, los conciertos, la estética y hasta cursos para controlar el estrés.

Eso es lo que alimenta el populismo que no se reconoce ni de derecha ni de izquierda. Se puede argumentar que el populismo (léase López Obrador, pero no dude de que aquí al 2018 surgirán muchos otros que lo imiten) no ofrece respuestas serias ni soluciones adecuadas. Es verdad, pero no alcanza para comprender que no se están asumiendo los costos que las políticas “realistas” generan en la población (por ende tampoco el descontento) ni la amenaza real que representa para la calidad de vida de mucha gente.

La racionalidad económica sin una política y una sensibilidad social activa y receptiva termina sirviendo para poco (¿dónde ha estado la Secretaría de Desarrollo Social estos días?, ¿de vacaciones?). Es verdad, ninguna de las propuestas populistas solucionará los problemas reales, pero sin sensibilidad y comprensión de las consecuencias de los mismos en la vida de la gente, con tanta sordera ante el clamor de la gente, será imposible que las verdaderas soluciones puedan avanzar. Información Excelsior.com.mx

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