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Recordando conversaciones de política (I)

Por José Elías Romero Apis

La fraterna amistad que el inteligente político sostenía con mi padre, desde sus años preparatorianos, lo inducía y le permitía tratarme patriarcalmente. Ello siempre fue, para mí, un privilegio muy benéfico y muy honroso porque, de esa manera, y gracias a ello, siempre me obsequió muy buenos consejos y muy provechosas enseñanzas.

Por aquel entonces, yo había logrado ganar, por vez primera, un concurso estudiantil de oratoria y empezaba a ser notoria mi interna, pero firme vocación por la política. Quizá por esas razones, el expresidente de los mexicanos consideró que había llegado el momento de hacerme algunas advertencias que me sirvieran para tomar las decisiones sobre el rumbo de mi vida. Muy especialmente cuando se trata de algo tan complejo, tan impredecible y tan difícil como lo es la vida de un político.

Desde luego que un discurso lleno de elegancia, pero sumergido en profundidades filosóficas, hubiera sido críptico e inservible para un jovencito que apenas rebasaba los 15 años. Por eso resolvió servirse de una inteligente parábola que me sería entendible. Es oportuno aclarar que mi mentor estaba al tanto de que ya me encontraba en la edad y en el ejercicio de mi varonía plena.

Para comenzar con la enseñanza de esa mañana, me dijo que la política era como una mujer. Que, como toda mujer, estaba equipada con algunas cualidades y virtudes y estaba atrofiada con algunos vicios y defectos.

Primero quiso referirse a sus imperfecciones. Me dijo que era una mujer celosa que no tolera nuestros devaneos y distracciones. Que era una mujer absorbente que nos demanda lo que más puede de nuestro tiempo y de nuestra atención. Que era una mujer interesada que más nos prefiere cuando estamos mejor. Que era una mujer ambiciosa que nos exige que le entreguemos y le invirtamos casi todo lo que tenemos. Que era una mujer infiel que a nuestro menor descuido nos hace pendejos. Que era una mujer ingrata que con frecuencia desconoce nuestras entregas y sacrificios. Que era una mujer cruel que nos daña sin que lo merezcamos.

Aquí hizo una pausa, dio un sorbo a su café y en silencio me contempló unos instantes. Con esas credenciales pensé que lo más sensato sería alejarse de la política lo más que me fuera posible. Que una mujer que, bajo el mismo vestido y dentro de la misma piel, pudiera depositar todo aquello resultaba un verdadero costal de estiércol. Que aquella que mezclara dentro de sí la celosía, la absorbencia, el interés, la ambición, la infidelidad, la ingratitud y la crueldad sería como una churumbela de siete gemas negras a cual más de filosa, de hiriente y de peligrosa.

Pero mi perceptivo y muy sensible maestro debe haber notado mi desazón porque me invitó a que yo también probara mi café. Me esperó en silencio y, acto seguido, continuó con un segundo capítulo.

Ahora bien, dijo, esa mujer tan llena de atrofias tiene muy pocas cualidades. Quizá sólo tenga una o dos que debes tomar en cuenta. La más importante es que es muy bonita. Es la mujer más bonita que pudieras llegar a conocer o a imaginar. Todas sus líneas son impecables. Todas sus proporciones son perfectas. Tan sólo el verla es un gran placer para muchos. Tocarla es todo un privilegio.

Por eso, las ocasiones en que un mortal puede abrazarla, besarla y morderla bastan para justificar toda una vida, aunque seamos conscientes de su volubilidad, de su inconstancia y de su insinceridad para con nosotros. Sentir que uno mismo es su elegido, aunque sea temporal, justifica toda nuestra existencia. Imaginar que se quedará con nosotros para siempre, es toda una esperanza.

Por esas noches en su lecho y en sus brazos, aunque tan sólo sean unas cuantas, pierden importancia todos los esfuerzos y sacrificios que sufrimos en el ayer y todos los abandonos y soledades que sufriremos en el mañana. Esos instantes de poder, de fama y de luz son el afrodisiaco más erótico y más orgásmico que pueda existir. En ello reside la otra de sus virtudes. La de la exclusividad y la unicidad. Ese placer sólo lo puede producir esa única mujer, que se llama la política, y ninguna otra.

Un nuevo silencio, otro sorbo y una mirada más. Después de ese vuelco de entusiasmo, creo que me sintió reestablecido y consideró que habría que lanzarse en un tercer capítulo. Aquel en el que todo verdadero maestro deja de contentarse con las explicaciones, con las definiciones y con los diagnósticos para entrar de lleno en las recomendaciones. (Continuará).

Presidente de la Academia Nacional de México

Twitter: @jeromeroapisr

Información Excelsior.com.mx

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