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Honor y servicio público

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Decía Arthur Schopenhauer que el honor se define más por lo que dejamos de hacer que por lo que hacemos. ¿Y qué han dejado de hacer los políticos, los analistas y los diversos actores políticos de nuestro país para que el honor haya desaparecido de la conversación pública y, sobre todo, del ejercicio de los cargos públicos?

El honor inevitablemente está vinculado con la virtud —el reconocimiento de tener aptitudes técnicas, políticas o morales— y, según Pablo Piccato, tiene dos dimensiones: por un lado, la valía que cada persona se asigna a sí misma; y por el otro, la estima que los demás tienen de nosotros. Esto funciona igual en la vida cotidiana que en la vida pública —me refiero a la conversación y el ejercicio de un cargo público—, pero, desde luego, con implicaciones diferentes, pues en este último sentido puede tener repercusiones colectivas que marquen el rumbo de la nación. Me explico.

Hay cargos públicos que están estrechamente relacionados con el honor; uno de ellos es el de jueces, pues su papel es el de impartir justicia en estricto apego de la ley, pero considerando adecuadamente cada circunstancia. No es un trabajo fácil, y sin duda —como también pasa con políticos—, están en el complicado juego de apostar el honor en cada decisión. El asunto es que, sin el honor, todas las acciones de una jueza o un juez están en entredicho, pues para salvaguardar la justicia, los demás deben confiar en la estatura moral y en la técnica de sus decisiones.

Por eso es tan grave que una ministra deshonrosa se aferre a su investidura y que se reduzca todo a argumentos leguleyos. Todos conocemos que la ministra plagió, pero, sobre todo, que tuvo la intención de plagiar. No se trató de un error propio de una mala formación académica, o de un descuido, sino que fue una forma para obtener el título de abogada sin demostrar que tenía los méritos para hacerlo. Es un acto deshonroso mayúsculo para alguien cuyo papel es el de honrar la Constitución. Sin embargo, sigue ejerciendo su cargo sin ninguna vergüenza.

Otro ejemplo, en otra dimensión y grado, es el de la Comisión para Acceso a la Verdad de la Guerra Sucia. Formar parte de ella es, mayormente, una cuestión de honor: sus integrantes son elegidos porque cumplen con las capacidades técnicas para hacerlo, y porque existe la estima pública de que son personas íntegras; distanciadas del poder político que pueden revelar la verdad sobre actos violatorios de derechos humanos ejercidos desde el Estado.

¿Puede un comisionado de la verdad ser abiertamente gobiernista? En el estricto sentido de su libertad de expresión, claro que puede, pero con ello pierde honor y respeto. ¿Cómo podrá darle certeza, confianza y consuelo a aquellos que demandan que fue el Gobierno el que vulneró sus derechos y los de sus familias? ¿Cómo puede garantizar que velará por los intereses de las personas desaparecidas si se dedica públicamente a defender los números de desaparecidos que el Gobierno entrega sin cuestionarse seriamente al respecto?

Imaginemos que en cuarenta años se abre una Comisión de la Verdad para conocer la responsabilidad del Estado en las desapariciones que han ocurrido en nuestro país en estos años, y descubrieran que un comisionado de la verdad de nuestra época decidió defender los números que brinda el Estado sin un ejercicio crítico. ¿Qué pensarían sobre su papel? ¿Habría ejercido con honor su responsabilidad pública?

En efecto, como decía Schopenhauer, el honor se define más por lo que dejamos de hacer que por lo que hacemos. Información Radio Fórmula

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