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Balance obligado: nada sale bien, todo lo hace mal

Por Ángel Verdugo

Las cosas, tal y como he venido diciendo desde hace meses —entre varios más—, lucen complicadas por no decir graves; si a esto que es inocultable le agregáremos el panorama que presenta la economía, la caída de la captación de recursos y las fantasiosas proyecciones de ingresos para el año 2021 en la Ley de Ingresos aprobada por el Congreso, lo que nos espera el año que viene sería, por decir lo menos, de pronóstico reservado.

A lo anterior agregaríamos —para agravar lo ya grave—, una gran cantidad de elementos cuantitativos y cualitativos los cuales, lejos de cuestionar y poner en duda el panorama que vislumbro para el año 2021, lo ratifica. Es más, en un acto de rudeza innecesaria agregaría la gravedad en la cual nos ha colocado el pésimo manejo de la pandemia por parte del gobierno federal y ya entrados en gastos, ¿imagina lo que enfrentaremos en algunas regiones del país con la violencia imparable de la delincuencia la cual, por decir lo menos, pondrá en peligro la vida de no pocos candidatos que desde su designación, manifiesten no estar dispuestos a aceptar sus exigencias?

En los tiempos que corren, imposible sería refutar esta afirmación: a este gobierno, nada le sale bien. Una pifia tras otra, y el rechazo abierto al Presidente en cuanta gira realiza es la regla; para complicar las cosas, sus recientes nombramientos parecen ser resultado de seleccionar a los peores prospectos para colocarlos en Economía y la Embajada de México en Estados Unidos sin dejar de mencionar, por supuesto, a quienes han sido designados en la Secretaría de Seguridad y la Tesorería de la Federación.

Si el Presidente hubiese hecho una consulta para encontrar a los cuatro peores prospectos para esas posiciones, no habría encontrado a quienes les hubiesen disputado a los designados, el dudoso honor de tener menos experiencia y conocimientos en el área que será su responsabilidad. De entre los cuatro, destacan quienes ocuparán las dos secretarías y por qué no decirlo, tampoco interpretan mal las vernáculas quienes serán, es un decir, embajador y tesorera.

Ahora bien, ¿qué sucede en un país cuyo gobierno en vez de seleccionar para éste o aquel puesto al mejor candidato, decide en sentido contrario y designa al peor? ¿A quién culpar o responsabilizar de los desatinos y pifias de quienes desde un principio era sabido sus severas limitaciones para el puesto? ¿En verdad podemos cargarle todo al designado?

Evidentemente no; tan o más responsable que el designado por aceptar una posición para la cual ni en sueños está capacitado, es quien designa. Imposible es afirmar que el designador nada sabía de las limitaciones del seleccionado; todo gobernante, antes de decidir en favor de éste o aquél, analiza o debe analizar a varios prospectos en cuanto a sus antecedentes, desempeño en puestos anteriores y su preparación en el área para la cual es considerado. Es con base en esto que el gobernante debe decidir, más que en sus filias y fobias.

Sin embargo, ¿qué pensar de aquél que no acierta en las designaciones de sus funcionarios ni en las decisiones que toma en la gobernación que lleva a cabo? Si bien es humano y fácilmente entendible que todo gobernante se equivoque en uno o dos casos, pues un error cualquiera lo comete —el cual, sin duda, debe ser corregido a la brevedad—, es inadmisible que la regla sea cometer error tras error y la excepción, acertar.

Una consecuencia que no debe pasar inadvertida o minimizada en esto de errar siempre, es cuando el gobernado hace caso omiso de las decisiones y recomendaciones del gobernante y su gobierno. El peligro mayor para todo gobierno y quien lo encabeza se presenta, cuando el gobernado actúa como si no hubiere gobierno; es decir, al orden y la gobernabilidad seguiría el desorden y luego el caos y, al final, la anarquía y la violencia sin control: la desaparición del Estado.

Ante la pretensión de llamar gobernar a errar siempre, el ciudadano tiene la ineludible obligación de hacer un balance, serio y despojado de filias y fobias. Esto, con el objetivo —fundamental en toda democracia—, de analizar por qué votar por éste, y no por aquél.

En este proceso de degradación del Estado y su papel en la gobernabilidad, lo que salva a los países es su institucionalidad: instituciones respetables y respetadas. ¿Las tiene México hoy? ¿Por qué no empezamos ya el obligado balance?

Información Excelsior.com.mx

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