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El autobús literario que tenía que ir rápido

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Siempre me acordaré de cuando el pianista Agustín Escalante, egresado de la hoy Facultad de Música de la siempre versátil, siempre corrupta UNAM, contó un aprendizaje en el aula. Un profesor les dijo que no tenían que obsesionarse con tocar cada vez más rápido y que el sentido de la música no era la velocidad. Si así fuera, sintetizó el docente, la historia del arte musical sería la de la aceleración y Joe Satriani, la cúspide de la expresión.

En el arte importan las astucias de la técnica, por supuesto, pero importan menos que la pasión desafinada, encarnadamente honesta, con que Rockdrigo entiende las entrañas —uno de los centros de la poesía: iluminar entrañas— del dolor urbano, como que he llenado mis bolsillos con escombros del destino.

Mismamente en la literatura: pese a la prisa de las empresas que imprimen libros —y que a veces llamamos editoriales— por aprovechar tendencias discursivas en la comunidad y convertirlas en ventas —es decir, utilidades; es decir, dinero en sus cuentas bancarias—, la escritura no se trata de la obligación de representar por urgencia, como quien acelera la melodía sin reflexión poética, sin imaginación profunda, sin dolor contradictorio, la violencia del narcotráfico, la indignación feminista contra el patriarcado, las oleadas migratorias en nuestra América y el mundo.

Todo es poetizable, decían; y por supuesto que una y otra vez, desde siempre, la literatura se erige para articular voces alternativas contra el poder, para burlarse del estado del mundo, para encontrar la grieta hiriente en la homogeneidad autoproclamada, autoelogiada. Así, La Celestina subvierte la pureza imperial lo mismo que Maten al león, algunos siglos después, ridiculiza los autoritarismos de la dolorosa Latinoamérica, por pensar dos rápidos ejemplos.

Y sin embargo, en la consolidación de las concordias que invitan al silencio y la autocensura para evitar el funado, ¿no es hoy la correcta representación de la inconformidad político-social una forma de hegemonía despreciable? Siempre recuerdo un texto de Nicolás Cabral, publicado en La Tempestad en febrero de 2020, que problematiza a Ariana Harwicz y Valeria Luiselli.

Esta última representaba en Desierto sonoro literalmente la indignación de su personaje contra la deportación de infantes desde Estados Unidos, y describía la rabia adecuada. Cito la cita de Cabral a Luiselli: “Desde algún oscuro y desconocido rincón de mí misma se desata una rabia súbita, volcánica, indomable. Le doy una patada a la malla de la reja cn todas mis fuerzas, grito, pateo de nuevo y lanzo mi cuerpo contra el metal, aúllo insultos a los oficiales”. Valiente, valiente: ¿cómo estar en desacuerdo, cómo no sumarnos a la inconformidad ante un imperio que despide menores en sus aeropuertos unilateralmente?

Qué desagradable resultaría disentir ante tan sólida escenografía del consenso.

Pero ¿para eso escribimos? ¿Para decir que, sorpresivamente, lo indignante indigna? ¿Qué haremos, entonces, con las oportunidades del discurso y la imaginación para explorar la psique de la violencia; la perspectiva del abuso; la conformidad del agresor con el estado del mundo; las dificultades de la otredad tal vez despreciable; las mentiras detrás de quienes canibalizan consignas auténticas, el privilegio de quien se suma al debate para que lo vean (quien diezma para que lo noten ya tiene su recompensa, apunta el evangelio) aunque luego duerma bien encobijado; la simultaneidad que nos convierte en Budas y policías fronterizos en mismos instántes, en mismos periodos, ante mismos otros seres humanos?

¿O no alcanzará nuestro criterio escritural y lector para denunciar otra evidencia de escándalo: que el emperador va desnudo y la explotación oportunista de demandas sociales legítimas por conglomerados empresariales de la impresión de libros y autores conformes con la danza del péndulo es, por lo menos, criticable, incómoda? Entre otros escenarios irritantes.

Antes que acelerar el autobús que tenía que ir rápido, como dijo Homero Simpson, y apresurarnos a publicar cuentos sobre el narcotráfico donde la profundidad verbal no importe mientras se apele a los referentes adecuados, ¿qué tal que nos permitimos escribir con belleza de enunciación problemática, mórbida, los pelajes del mundo?

“¿Y si la tarea de los escritores no fuera custodiar sino desestabilizar la frase para evitar que adopte la gramática del poder?”, apuntaba Cabral en su crítica.

La poesía, dicen, sirve para detenerse.

Información Radio Fórmula

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