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Mi reino por un perno

Por: Víctor Beltri

Ricardo III de Inglaterra fue un rey miserable —y lleno de resentimiento, por un defecto físico— que, para llegar al trono y conservarlo, traicionó incluso a su círculo más cercano. Déspota y mentiroso, acumuló poder y fue eliminando a sus enemigos —uno a uno— hasta el día de su muerte, en 1485, en la batalla de Bosworth.

Una batalla que cambiaría el rumbo de la historia. Las tropas de Eduardo Tudor habían desembarcado en Gales unos cuantos días antes y, en su camino a Londres, sumaban adeptos entre la población. Ricardo contaba, sin embargo, con la ventaja del poder en funciones, y un ejército que superaba, en mucho, al de los rebeldes. Así, se puso en marcha, al frente de sus fuerzas, para defender personalmente su reino.

Cuenta la leyenda que el día de la batalla, y al ver que las tropas enemigas se aprestaban al combate, el ayudante del rey llevó el caballo del monarca con el herrero. Debes apresurarte, le dijo. La batalla está por empezar, y el rey necesita su caballo lo antes posible.

El herrero puso manos a la obra y, tras terminar con los primeros cascos, se dio cuenta de que el material que tenía no sería suficiente para las restantes. Necesito más tiempo, le dijo al ayudante: no tengo los clavos para las dos herraduras que faltan. Ponles los que tengas, le respondió, nervioso, pensando en la furia del tirano. Las trompetas estaban sonando ya, y el rey estaría muy impaciente.

Así lo hizo, y colocó, con urgencia, las herraduras usando los pocos clavos que tenía a la mano, esperando que resistieran. Ya en el combate, y tras una serie de errores, el rey se dio cuenta de que sus hombres le necesitaban al otro lado del campo de batalla. Decidido, espoleó a su caballo para llegar hasta ellos pero, a la mitad del camino, lo inevitable sucedió: una de las herraduras salió volando, unos pasos después la otra, y el caballo tropezó, enviando al rey al suelo, para después salir corriendo dejándole a su suerte. Cuando se incorporó, sus enemigos le rodeaban, y la batalla estaba prácticamente perdida. “¡Un caballo, un caballo!”, se lamentaba mientras blandía su espada en el aire. “Mi reino… ¡por un caballo!”.

O por un perno, diríamos ahora. El relato se utiliza, en sus distintas versiones, para ilustrar el efecto que un pequeño descuido puede tener en cuestiones de gran importancia: por la falta de un clavo, se perdió una herradura; por la falta de una herradura, se perdió un caballo; por la falta de un caballo, se perdió una batalla; por la batalla perdida, se perdió un reino. Por unos pernos, este gobierno terminará por perderlo todo.

Todo, en absoluto. El proyecto encabezado por el Presidente de la República ha topado con la pared de sus propios resultados y, más allá de la pérdida en vidas humanas —y el costo social para una de las zonas menos favorecidas de la ciudad— el futuro de la llamada “Cuarta Transformación” es ahora más incierto que nunca. El mandatario no sólo tendrá que adaptarse a las nuevas circunstancias en materia económica y de salud, sino que deberá encontrar una tercera opción para sucederlo, en un entorno político completamente distinto al que esperaba para sentar las bases de su legado.

Un legado que no resistirá el juicio de sus propias obras derrumbadas. El Presidente ha tomado decisiones que son caducas incluso antes de ejecutarse y, en la premura por terminar sus obras emblemáticas, ha orillado a las constructoras a los mismos errores que desembocaron en la tragedia de la Línea 12, trabajando a toda prisa y sin un plan maestro.

La pregunta es: ¿está preparado el Presidente de la República para responder por cada uno de los pernos en las otras obras? ¿Podrá dormir tranquilo, sabiendo que su legado podría durar lo mismo que la Línea Dorada? ¿Sabiendo que su obstinación puede causar la muerte a más mexicanos?

Mi reino por un perno. La corrupción mata y, tras las prisas del Presidente, al caballo en cualquier momento se le pueden caer las herraduras. Información Excelsior.com.mx

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