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Un año de Trump

Por Víctor Beltri

Un año de Trump. Un año tan sólo, en el que —a la par de los escándalos, desplantes y mentiras que ha protagonizado el Presidente norteamericano— las decisiones que se han tomado tendrán repercusiones a largo plazo en el papel de Estados Unidos en el orden mundial. Un orden mundial a cuyo liderazgo renunció Trump desde el primer momento, como lo ha confirmado en los hechos y —de manera reciente— con el epíteto que, de “países de mierda”, ha arrojado sobre algunas naciones. Así llega Donald Trump a la culminación de su primer año, entre problemas internos y externos que no son sino manifestaciones de lo que constituye —más allá de su megalomanía, ostensible ignorancia y estulticia— el rasgo más visible de su personalidad: un claro y contumaz racismo.

Un racismo que ha definido, con mucho, su mandato. Desde el odio a los países de Oriente Medio hasta su desprecio por los inmigrantes latinos, o su animadversión por los negros estadunidenses: el Presidente de Estados Unidos no entiende que todas las personas —y las naciones— son iguales sin importar su origen o etnicidad. Donald Trump no lo ha entendido en el ámbito nacional, como tampoco lo ha hecho en el internacional: así lo ha demostrado con la prohibición que ha pretendido imponer a los países islámicos; con el muro que quiere construir en nuestra frontera norte o, de manera más reciente, con la etiqueta de “países de mierda” impuesta sobre El Salvador, Haití y los países africanos. Personas —y países— de mierda, quizás, para el Presidente norteamericano, pero personas y países con votos que cuentan, tanto en las elecciones de su país, como en las votaciones que se llevan a cabo para tomar las grandes decisiones dentro del consenso de las naciones. Trump, cegado por su propia pequeñez, no lo advierte.

No lo advierte, y en su error compromete no sólo el buen término de su administración sino también la política exterior de quienes lo sucedan. Trump entiende los asuntos globales desde la perspectiva que le otorgan las pantallas de televisión que observa mientras engulle sus bigmacs, mientras que su secretario de Estado los entiende pensando en barriles de petróleo y las barreras legales que necesita derribar para obtenerlos. El mundo, sin embargo, no funciona así, y la lucha que, en la década de los 2000 dieron, por un lado, la diplomacia estadunidense y la china así lo demuestra: mientras que los norteamericanos se dedicaron —como lo siguen haciendo hasta el momento— a tratar de estrangular a las organizaciones internacionales para que se sometieran a sus designios, los chinos se enfocaron en los países cuyos votos valían —en la esfera multilateral— tanto como los de otros países más poderosos y que, además, tenían necesidades acuciantes a resolver. Necesidades que los chinos se aprestaron a satisfacer, tras garantizar los votos multilaterales que requerían.

Estrategias distintas, que surgen de enfoques distintos. Los estadunidenses, por un lado, atienden sus asuntos multilaterales en bloque, con un todo o nada sobre la mesa que pretende, de no ser atendido, comprometer la subsistencia de las organizaciones involucradas, mientras que los asiáticos han mantenido una estrategia de compromisos y relaciones bilaterales que ofrece recursos a cambio de votos. La estrategia norteamericana no funcionó en el pasado, con el enfoque suave de la administración Obama, y no lo ha hecho en el presente, con el enfoque duro e irracional de Trump. Las declaraciones de los últimos días, el cambio de la embajada israelita, los epítetos, los “países de mierda”, no hacen sino acentuar una postura que, en realidad, no puede llevar a ningún lado.

Trump obtuvo —tan sólo— el apoyo de Guatemala. “We gonna win so much you may even get tired of winning and you’ll say please, please Mr. president, It’s too much winning! We can’t take it anymore!

Yeah, right”.

Información Excelsior.com.mx

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