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¡Viva la discrepancia!

Por Pascal Beltrán del Río

La pluralidad de pensamiento es un elemento consustancial de la idea misma de universidad.

Si algo recuerdo con especial emoción de mi paso por las aulas de la UNAM es haber estado expuesto a diferentes ideas y la posibilidad de contrastarlas.

Me temo que detrás de la actual ofensiva lanzada contra la Universidad Nacional desde la más alta tribuna del poder público está la pulsión de acabar con esa pluralidad en aras de establecer un único pensamiento válido.

Ayer, en este espacio, reseñé lo que está sucediendo en la Universidad Autónoma de Zacatecas, cuyo proceso de reforma –impulsado desde el gobierno federal– busca transformar esa casa de estudios para que refleje los intereses del movimiento político que manda en el país. El siguiente paso sería replicarlo en el resto de las instituciones públicas de educación superior.

Parece, pues, que la intención es acabar con el rigor académico y la visión crítica que debe tener toda universidad y sustituirlos por un acompañamiento incondicional del gobierno.

La UNAM está sufriendo el mayor ataque a su autonomía desde que el presidente Gustavo Díaz Ordaz quiso tumbar al rector Javier Barros Sierra por su condena al bazukazo contra la puerta barroca de la Preparatoria de San Ildefonso, el 30 de julio de 1968.

Horas después de esos hechos, el rector mandó izar la bandera a media asta en CU y declaró que la autonomía estaba gravemente amenazada. “La autonomía no es una idea abstracta”, aseveró Barros Sierra. “Es un ejercicio responsable que debe ser respetable y respetado por todos (…) En ningún caso es admisible la intervención de agentes exteriores”.

Esas palabras y la marcha de desagravio que él encabezó el 1 de agosto de 1968 tensaron al límite la relación de la UNAM con el gobierno. El 18 de septiembre, Ciudad Universitaria fue invadida por efectivos militares y Barros Sierra juzgó necesario presentar su renuncia. Sin embargo, la Junta de Gobierno –una de las instituciones más importantes en la vida de la Universidad, que ha garantizado la continuidad de su existencia a lo largo de la historia– intervino para impedir la salida del rector.

Manuel Quijano, entonces miembro de la Junta, relató en 1988 lo sucedido en esas horas aciagas:

“El rector mandó su renuncia y nos reunimos con urgencia esa misma noche del 18 de septiembre en el Instituto del Petróleo que (Antonio) Dovalí (otro de sus integrantes) puso a nuestra disposición.

“Era el día en que dos jóvenes diputados del PRI se habían atrevido en la Cámara a externar opiniones ligeramente críticas y los jerarcas del partido les habían dado una reprimenda como a escolares de primaria. Todavía al día siguiente, reunidos en la Biblioteca Nacional, en la antigua iglesia de San Agustín, se terminó de redactar el documento y nos trasladamos a la casa del rector para convencerlo de que retirara su renuncia. Recordé lo de los diputados del PRI porque había opiniones de que la Junta de Gobierno no debería atreverse, después de eso, a rechazar la renuncia del rector, ni éste a retirarla”.

La UNAM tuvo la fortuna de contar en ese espinoso momento con un rector –por cierto, nieto del fundador Justo Sierra– y una Junta de Gobierno que estuvieron a la altura de las circunstancias.

Barros Sierra supo que, después de eso, su reelección sería imposible, pero, todavía, en uno de sus últimos discursos antes de abandonar la Rectoría en 1970, dejó testimonio de la defensa de la pluralidad que se empeñó en custodiar. “¡Viva la discrepancia, porque ése es el espíritu de la Universidad!”, exclamó.

Todavía no sabemos dónde vaya parar el actual embate contra la UNAM. Lo cierto es que el rectorado de Enrique Graue –quien ya no puede optar por la reelección– será juzgado por la actuación que él tenga en esta coyuntura. Mismo juicio tendrá que hacerse sobre el papel que jugará la actual Junta de Gobierno, que podrá encontrar en aquella de 1968 un ejemplo de dignidad y resistencia frente al poder. Información Excelsior.com.mx

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