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Del dolor a la indignación

Por Víctor Beltri

Para Óscar y Jerónimo. Gracias.

Las palabras tardaron en llegar: el corazón, estremecido, no terminaba de sacudirse los escombros. La alegría de estar vivo y la culpa —también— de estarlo; la tragedia, ínfima en lo personal, pero devastadora en el barrio que elegí y que me adoptó desde hace casi 20 años, en las tres manzanas a las que llegué como estudiante y en las que he vivido mis grandes amores, donde paseo con mis hijas y con mi perro, el lugar que añoré una década en Europa y que considero —como ningún otro— mi casa. Mi barrio.

Un barrio en el que lastiman las ausencias. Duelen las calles vacías, sí, pero los turistas habrán de regresar y el comercio florecerá de nuevo: eso es indudable. Lo que lastima son las ausencias: quienes —hasta hace un par de semanas— nos ignorábamos en las calles, el día del terremoto nos reconocimos con una sonrisa —cargando cubetas— y hoy nos saludamos con afecto mientras tratamos de volver a la normalidad. Una normalidad imposible, porque faltan muchos de nuestros vecinos: unos fallecieron, otros lo han perdido todo, otros no han podido —o querido— regresar. Lo que lastima es la ausencia: en lo personal, y aunque no los conociera, quisiera saber que mis vecinos están bien.

Faltan las palabras para estar agradecido. Con todo México, con todos ustedes. Con el Ejército y la policía, los rescatistas y los perros, los voluntarios y los brigadistas, los que venían a tomarse una selfie, pero traían las manos cargadas de provisiones. Es indescriptible: vinieron por nosotros, vinieron a rescatarnos y sin dudarlo un instante. Han estado aquí todos los días, sacaron de las ruinas a mis vecinos, curaron nuestras heridas, nos dieron de comer y cuidaron a nuestros hijos. Lo han dado todo, como todos tratamos de hacerlo cuando la tragedia le toca a otros; sin embargo, sólo cuando se vive en carne propia puede comprenderse lo que la generosidad significa. Y significa la diferencia entre la vida y la muerte, de manera literal.

Una diferencia que no tuvieron miles de mexicanos a los que la ayuda no ha llegado: sobran, también, los motivos para estar indignados. Profundamente indignados. Con las autoridades, con las constructoras, con el crimen organizado, con los que evaden impuestos, con los que inventan ultrajes. Con los que han tratado de lucrar con la ayuda humanitaria, con los que no hicieron lo que les correspondía, con los que transmiten información falsa por redes sociales. Con los que inventan víctimas. Con los que no tienen en la mezquina mira sino el 2018, y se aprovechan de la tragedia para conseguir sus fines sin darse cuenta de que se erosionan —y horada— las instituciones que llevamos décadas construyendo, y de las que —extendiendo la metáfora— habría que conocer su dictamen estructural tras los sismos.

México no puede ser el mismo después del terremoto. No lo será: hoy sabemos de lo que somos capaces. Sabemos que somos el pueblo más generoso y solidario de la tierra, sabemos que estamos dispuestos a darlo todo por quien está en desgracia: sabemos que todo lo podemos. Es el momento de cambiar los arquetipos, de olvidar para siempre al mexicano que duerme con un sombrero bajo un cactus, y substituirlo por el que busca a sus hermanos con un pico y una pala; de olvidar a los ratones verdes, y dejar espacio a los perros rescatistas. Eso es lo que somos, una sociedad industriosa y comprometida, laboriosa y entregada: no somos ni bad hombres ni —mucho menos— corruptos por naturaleza.

Es preciso entenderlo, y el terremoto es un ejemplo perfecto: la única manera de rescatar un país en ruinas es con las manos de todos, la coordinación de los más preparados, la cooperación incesante y la indignación pertinaz ante el abuso. La confianza en los jóvenes, la certidumbre de las instituciones. Ya lo vivimos, y lo estamos superando. Tenemos, en muchos sentidos, un gran país a reconstruir. Y, por favor, vengan a la Condesa. Información Excelsior.com.mx

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