martes , abril 30 2024
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Un elogio del pecado

Por José Elías Romero

Pensemos, por un momento, en las virtudes relativas. No puede negarse que la inteligencia, la valentía y la bondad forman un triángulo virtuoso ejemplar. El hombre que es inteligente, valiente y bueno, posee una alteza prácticamente insuperable. Pero pensemos en quien posee estas virtudes de manera aislada y advertiremos que, en esas circunstancias, pueden constituirse en verdaderos y gravísimos defectos.

Un hombre inteligente, pero perverso y cobarde, resultaría un genio del mal. Un hombre valiente en tonto y en malo resultaría un absurdo temerario, altanero, bravucón y cruel. Un hombre bueno, pero embrutecido y acobardado, puede llevar a la esterilidad toda su bondad. Por eso son virtudes relativas. Requieren de otras para ser valiosas.

Por el contrario, hay virtudes absolutas que tienen una valencia propia. La lealtad, la honestidad y la humildad valen aunque no se tenga ninguna otra virtud. Cuando el hombre es leal, cuando es honesto y cuando es humilde trae consigo una valía que no está relacionada ni con las causas a las que profesa su lealtad ni con las consecuencias que le reporta su honestidad ni con los sujetos a los que les tributa su humildad.

Al igual que con las luminosidades del alma, en los terrenos de lo escabroso también pueden y deben distinguirse los pecados relativos y los absolutos.

No creo que haya degradación que pueda representar mayor deformación anímica que la ingratitud. Que pueda reflejar mayor perversión del alma que la envidia. Y que pueda revelar mayor perturbación de la conciencia que el rencor. Quienes los padecen son individuos tan infelices que, en muchas ocasiones, nos mueven más a la lástima que al desprecio.

En lo que concierne a los pecados del poder, creo que no hay gobernante más deplorable que el que vive en la inconsciencia, que el que se instala en la irresponsabilidad y que el que se comporta con cinismo. El gobernante cínico, el mandatario irresponsable y el político inconsciente más nos valdría que no hubieran nacido.

Ahora bien, por eso me parece oportuno mencionar mi creencia en que cada estilo no es bueno o malo en sí mismo, sino en función de las circunstancias en las que se aplica. En la política no hay hombres buenos ni malos. Tan sólo los hay equipados o desprovistos. Todos pueden ser útiles, aun con sus deficiencias, siempre y cuando se les destine a aquello para lo que pueden servir sus virtudes o para lo que pueden beneficiar sus defectos.

Como ejemplo, tenemos a los rateros, que hay que usarlos donde lo que se roben pueda beneficiar a la sociedad, el grupo o al jefe. Donde puedan robarse un mercado para nuestros productos de exportación, una mayoría legislativa para nuestras iniciativas estructurales o una elección para nuestros proyectos generacionales. Pero no se les encargue cuidar un banco, un tesoro o un presupuesto porque se los van a robar y nos van a dañar. La culpa es del compadre, no del indio.

No podemos decidir, fácilmente, quien es mejor o peor. ¿Es mejor un gobernante echado para adelante o uno echado para atrás? ¿Uno que se engalla o uno que se encoge? ¿Uno que gana la guerra o uno que gana la paz?

Ello me hace reflexionar en que cada aptitud, virtud, mérito o valor tienen su muy particular forma de ser aplicados y aprovechados. Porque, en la política todos pueden servir, aunque no estoy diciendo que todos sirvan. Ella ofrece espacios muy diversos y muy distintos para cada perfil de aptitudes y de preferencias.

Los discretos sirven para confiar. Para que guarden nuestros secretos y atesoren nuestras confidencias. Los indiscretos sirven para difundir. Para ser nuestros voceros gratuitos y para llevar lo que queremos enviar. Los inteligentes sirven para mandar y resolver todo lo que se presente. Los tontos sirven para obedecer y para no darse cuenta de lo que no deben. Los laboriosos sirven para que nunca se detengan y avance lo que deseamos. Los perezosos sirven para que nunca se muevan y se atore lo que tememos. Los leales sirven como joya-de-corona para lucirlos como ejemplo. Los traidores sirven como carne-de-cañón y destruirlos como advertencia.

En la política todos necesitamos de todos. Es donde el gran ideólogo transgeneracional puede servir tanto como el modesto operador seccional de barrio popular. Éste genera votos y aquel genera ideas. El buen operador nos hace ganar el futuro y el buen ideólogo nos hace ganar el destino.

Ésa es la verdadera ecuación política de las virtudes y de los pecados. Información Excelsior.com.mx

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